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El ojo colectivo: treinta años de fotografías españolas. José-Carlos Mainer. La fotografía nos ofrece una experiencia turbadora de la histo- ria porque ni la relata ...

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El ojo colectivo: treinta años de fotografías españolas José-Carlos MaIner
La fotografía nos ofrece una experiencia turbadora de la histo-ria porque ni la relata ni la interpreta, sólo la evidencia. Pero no caigamos en la tentación de asociar evidencia e inocencia. No hay en la fotografía una inocencia irresponsable, porque quien abre el objetivo de la cámara ha elegido un enfoque y, en la medida en que le ha sido posible, ha compuesto y organizado lo que éste abarca: cuando retrata algo, havistopreviamente unos signos elocuentemente favorables a lo que estimaba como verdadero. Pensamos que cualquier lenguaje parece traicionar la realidad y que sólo la imagen fidedigna y sin aderezos alcanza la belleza suprema de la objetividad. Pero la imagen es también un lenguaje… El cineasta soviético Dziga Vertov acuñó entre 1918 y 1919, cuando dirigía la primera serie de documentales soviéticos, la noción decine-ojo, con la que pretendía huir “de los dulzones abrazos del romance, del veneno de la novela psi-cológica, del abrazo de teatro del amante” y buscar, por el con-trario, “la percepción de la belleza de los procesos químicos”, a la par que “cantamos los temblores de tierra, componemos cine-poemas con las llamas y las centrales eléctricas, admira-mos los movimientos de los cometas y de los meteoros”. Por su parte, el novelista norteamericano John Dos Passos insertó en los relatos de su trilogíaUSA(El paralelo 42,1919yEl gran di-nero, 1930-1936) una suerte de certificados de veracidad cruda y objetiva, escritos con la técnica que llamó “ojo de cámara”: se trataba depuzzlesde noticias, observaciones, anuncios, voces, todos agrupados al azar de su sucesión, en forma de una suerte de texto paralelo. Pero elcine-ojoy elojo de cámaraeran, en rigor, puros deseos y ambiciosas metáforas (y, por tanto,len-guajes) que, no lo olvidemos, tenían mucho que ver con la des-confianza ante el sentimentalismo y la exaltación de la pureza de la máquina y lo mecánico, hijas ambas del programa vital y artístico delfuturismo.
En algunas de las fotografías de la guerra civil que provienen del archivo Marín se hace patente que el fotógrafo ha solicitado a los combatientes que adopten las poses de disparo que, sin duda, él ha visto momentos antes y cuya gallardía heroica comparte y quiere trasladar a sus futuros contempladores. Y los milicianos hacen como si realmente dispararan a un enemigo: un avión o
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unos soldados. Lo imposible es que el fotógrafo esté a su lado, claramente expuesto al posible fuego contrario o al ametralla-miento (los reportajes de televisión nos permiten ver hoy otro as-pecto de la misma historia: puede ser el fotógrafo quien solicita el remedo de la acción, pero también son a menudo los propios combatientes los que le piden que perpetúe su apostura bélica, cuando es patente que no hay enemigos a la vista). Sin embargo, todo lo demás es cierto, diríase queinvoluntariamente eviden-teen lo que concierne a nuestras dramáticas fotografías de la contienda española de 1936: esciertala discutible uniformidad y marcialidad de los milicianos, sonciertaslas armas que em-puñan, es patéticamenterealla pared que les protege, como lo son las enseñas del comercio de comestibles o la indicación de distancias en carreteras que campea en el muro de una caseta de peón caminero. Ahí está la España rural y esteparia, arcaica pero en vías de modernización, con sus moradores morenos y fibrosos, tal como eran en 1936 y mostrando –precisamente y sin quererlo, más que los ademanes guerreros fingidos– las contradicciones dramáticas que hicieron posible el conflicto.
Incluso en las fotos más protocolarias, el friso humano que posa, convencido de su representatividad (o deslumbrado por el fogonazo), no ha podido evitar la captación del niño travieso que se ha colado, o del curioso que se ha incorporado: lo previsible y canónico se combina con unarealidad intrusa, que hereda el papel distanciador y enriquecedor de esos canes revoltosos que no faltan en los interiores –incluso solemnemente religiosos– de la pintura holandesa del siglo XVII, o de esas moscas que más de una vez burilaron con mimo los retratistas italianos del XVI, posadas en algún lugar de sus modelos. En los golfos retratados por Marín en 1919 son casi más los curiosos que permanecen de pie, en segundo plano, que los desdichados sujetos del retrato que, a finales del siglo XIX, empezaron a ser llamados “golfos” (Pío Baroja publicó una excelente y hostil “Patología del golfo” en laRevista Nueva,y los doctores Bernaldo de Quirós y Llanas Aguilaniedo elaboraron una monografía estremecedora sobre La mala vida en Madrid, todos en el mismo año de 1899). Los personajes masculinos que contemplan en 1922 el cadáver del torero Manuel Granero observan una compunción que a veces
es casi teatral (y que ha debido solicitarles previamente el retra-tista), salvo uno, a la izquierda del espectador, que no ha podido evitar mirar a la cámara y romper la unción del conjunto. El profesional de la fotografía no es un historiador ni un artista y ha aceptado, o le han divertido, esas irrupciones. Tampoco es exactamente un esteta y, sin embargo, su ojo clínico se ha de-jado fascinar por una volumetría expresiva. Por eso, al reflejar la clásica visita a los difuntos en 1922, se ha complacido en la imagen de una mujer que avanza, enlutada, como al frente de una procesión de más Antígonas, mientras las líneas en fuga de la perspectiva suburbana convergen en ella, en esa desapacible tarde novembrina: la fuerza expresiva de la imagen nos remite casi al cine soviético coetáneo.
Bajo el signo de lo moderno: aviones
Pero el fotógrafo no interviene mucho más allá. En puridad es el ojo de su tiempo, y su mérito es ver casi siempre a través de nuestros prejuicios, de las ideas colectivas, de nuestra manera de percibir las cosas. Lo que sucede es que, al hacer todo esto patente, nos brinda –y quizá se otorga también– la posibilidad de distanciarse de nuestro mundo.
Siempre lo hace en el terreno de las evidencias visuales, por supuesto. Y por eso es tan sensible al contraste de lo arcaico y lo moderno, que puede ser el conflicto más elemental y obvio de cuantos constituyen elementos dedistanciación, y también es uno de los dilemas más definidores de aquella España tan dual. Resulta patente que al fotógrafo Marín le gusta lo moderno, lo nuevo, a la vez que siente el tirón –a menudo sentimental, otras veces quizá sarcástico– de reflejar lo arcaico. Exactamente como hacía la sociedad española de 1908-1936 que las fotos del archivo han reflejado.
Reconocemos en su pasión por lo moderno la misma que sintió una sociedad que se desperezaba, llena todavía de atavismos y fidelidades, muy rural y pueblerina, en la que cundía aquella clase media encanijada y dependiente, muy cursi (la cursilería es un reconocimiento de la impotencia: por eso la asociamos a la cruel
expresión de “quiero y no puedo”), en cuyo seno se gestaba el com-bate entre la mesa camilla y el velador, entre el lavabo y la palan-gana con jofaina, entre el doméstico potaje y el estricto consomé. En todas estas fotografías que ilustran la misma polarización late el placer intelectual del contraste, porque un costumbrista es siempre un elegíaco tocado de iconoclasta, y todo moderno es un iconoclasta que se sabe culpable de un incruento parricidio.
Nuestro espectador advertirá, sin duda, que la pasión por la avia-
ción y su mundo resulta la mejor y más insistente escenificación
de cuanto se viene diciendo.Y es que los aviones han venido a ser
el emblema más indiscutible del siglo XX: como ninguna otra má-
quina, han realizado un sueño infantil y han sido una conquista de la tecnología, más que de la ciencia pura; antes que a la gran fábrica, su ejecutoria se vinculó al pequeño taller y al individuo solitario, imaginativo y tenaz; sus objetivos, nunca logrados del todo, se identificaron siempre con la superación de la velocidad y la distancia, las dos barreras que el siglo XX gustaría romper una vez y otra. ¿Habrá de extrañarnos que ya en 1908 y 1911 Marín retrate sus primeros y todavía arcaicos aeroplanos, y que, en la segunda de las fotografías, el aparato en vuelo contraste su grácil silueta con la más sólida del guardia civil a caballo que patrulla en el suelo? En su número 11 (1 de mayo de 1910), la interesante revistaEuropa, de Luis Bello, un apasionado de la aviación, re-cogía una “Gacetilla” de su director que vale por todo un tratado de nacionalismo crítico y moderno: en su primera parte –“El ae-roplano destruido”– el autor lamentaba los destrozos que unos campesinos de Durango habían inflingido a un aparato que había tomado tierra en sus campos; en la segunda –“Clavileño inofen-sivo”– el autor reclamaba que “quisiéramos ver en la multitud la religiosidad de estos nuevos misterios. Ya que es impotente para revelarlos, debiera ser capaz de respetarlos”.
Es patente que Marín se apuntó con fe al nuevo culto… En 1927 retrataba, señoreando el paisaje muy por debajo de ella, la rueda del avión que hacía el primer vuelo regular Madrid-Barcelona (ahí se alumbraba la futura compañía española de bandera, “Ibe-ria”), mientras que de 1928 y 1929 son las primeras fotos aéreas que retratan lo más significativo del país: mezclando lo tradicio-
nal (monumentos, ciudades históricas…) y lo nuevo (ensanches, urbanizaciones…), pero siempre con otro enfoque. Repárese que la nueva perspectiva proporcionada por el avión rompe, de en-trada, con la estética del detalle y del encuadre enfáticos, tan propicias a lo escénico y lo emocional, para ofrecernos, más bien, el esquema geométrico, la abstracción panorámica del mapa, del plano o del diagrama: en el fondo, es algo similar a lo que se pro-ponen el cubismo analítico con respecto a la estética del bodegón
convencional y la pintura futurista con respecto al estatismo de
la representación inmóvil de la realidad.
Para esas fechas, todo lo relacionado con el aire tenía un aire de distinción moderna. La imagen de la señorita Carmen Peche con atuendo de piloto, retratada en 1930, refleja la popularización (y hasta la frivolización) de lo que era ya en aquel momento un tema literario de fuste: Gabriele D’Annunzio había realizado su primer vuelo en Brescia, en 1909, y un año después daba a la prensa la primera novela importante de aviadores,Quizá sí, quizá no. Con veinte años, William Faulkner se había inscrito en el Royal Flying Corps canadiense para poder participar en la guerra europea que –para su fatalidad personal y para ventaja de la historia literaria– concluyó antes de que lo hicieran sus entrenamientos; por eso,Pylon, su novela de 1935 acerca de los antiguos pilotos que realizaban peligrosas exhibiciones en los pueblos del oeste americano, tiene tanto de melancolía. El fran-cés Antoine de Saint-Exupéry logró el sueño de Faulkner y fue, a la vez, piloto y escritor (Courier Sudse publicó en 1928;Vuelo nocturno, de 1931, tuvo traducción española al año siguiente; sus lectores reencontraron el mismo retrato de camaradería y heroísmo en las inolvidables imágenes deSólo los ángeles tie-nen alas, la hermosa película de 1939, firmada por el aviador Howard Hawks, un buen amigo de Faulkner).
Pero no olvidemos tampoco que las hazañas aviadoras forma-ban parte de la competencia de las naciones, como el tonelaje de los acorazados, la rapidez de los paquebotes que cruzaban el Atlántico en busca del gallardete azul y el poderío muscular de los deportistas que competían en los grandes estadios. Losraidsaéreos (¡qué anticuado y evocador resulta el barbarismoraid!)
proyectaron una galería de héroes, a veces equívocos, como San-tos Dumont, Vedrines, Roland Garros, Von Richtoffen (el Barón Rojo) –a cuya escuadrilla perteneció Hermann Goering–, Umber-to Nobile, Charles Lindbergh… o nuestro Ramón Franco, que –con Julio Ruiz de Alda y el mecánico Pablo Rada– cruzó por vez primera el Atlántico sur en 1926. A su popularidad –deportiva y política– alude precisamente esa pancarta que alguien habrá creído premonitoria y que aparece en la fotografía de la mani-festación del 14 de abril de 1931, en la Puerta del Sol. Pero se observará que está al lado de otras que reflejan las convicciones progresistas de muchos pioneros y trabajadores de la aviación española (aunque no de todos: Julio Ruiz de Alda se hizo fa-langista, y los lectores de la novela de Philip Roth,La conjura contra América, conocen muy bien las simpatías de Charles Lindbergh por el nazismo).
Más objetos modernos: automóviles, motocicletas, teléfonos
Al lado de la aviación, el automóvil, la motocicleta e, incluso, la bicicleta (a comienzos de los años noventa del siglo XIX, se comercializaron las primeras que montaban ruedas idénticas, con tracción en la de atrás, que desterraron a los velocípedos) son también signos de la mecánica moderna y de una estética que exhibía orgullosa lo funcional y desdeñaba lo decorativo. Por supuesto, los automóviles heredaron la misión protocolaria y representativa de la carroza: la foto de 1915 que retrata a la comitiva real en un viaje a Covadonga no se diferencia mucho de aquellas otras que recogen a la reina en coche de caballos, camino del Congreso de los Diputados, o a los infantes en un de-cimonónico vagón de ferrocarril, rumbo al veraneo. Pero, en cier-to modo, también testimoniaban la modernización de la propia institución monárquica: el rey Alfonso XIII era un entusiasta de la automoción y fue accionista destacado de la Hispano-Suiza. Ese precioso automóvil Bugatti, retratado en 1924, integra todas aquellas funciones que venimos describiendo: es el emblema veloz de una gente que corre y vive desenfrenadamente (en 1927, la bailarina Isadora Duncan murió estrangulada, al enredarse el chal de seda que llevaba al cuello en la rueda de un Bugatti), pero nuestro bólido está retratado en Lasarte, donde corren los
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caballos y los automóviles, al lado mismo de San Sebastián, para recreo de la aristocracia más encopetada que comparte los veraneos regios.
Pero en el mundo del motor prevalecían, por supuesto, los sig-nos deportivos, asociados al riesgo y la aventura. Al ver ese otro automóvil que en 1925 ha subido al Alto de los Leones, cerca de Madrid, se hace inevitable recordar el bellísimo poe-ma de Pedro Salinas, “Navacerrada. Abril”, que pertenece a su libroSeguro azar(1929), donde se mezclan –aparentemente– la escapada amorosa y el triunfo de la mecánica. El autor parece evocar una amada sofisticada y propicia pero, en realidad, nos está hablando de su propio coche: “Los dos solos. ¡Qué bien / aquí en el puerto, altos! / Vencido verde, triunfo / de los dos: al venir / queda un paisaje atrás, / otro enfrente, esperándonos”. Y cuando “mi mano te oprime”, se integran el “alma mía en la tuya / mecánica; mi fuerza / bien medida, la tuya, / justa: doce caballos”. Ya en 1910 (bajo su seudónimo de entonces, “Plotino Cuevas”), Ramón Pérez de Ayala, convaleciente de un accidente de automóvil del que se sentía muy orgulloso, había escrito en nuestra conocida revistaEuropa: “La poesía de la civilización contemporánea está por cantar. La belleza específica del au-tomóvil, por ejemplo, y la emotividad a que nos conduce no se han destilado aún en odres estéticos […]. La emoción estética de los suburbios madrileños la siente hoy toda persona media-namente leída, gracias y a través de Pío Baroja; la de los viejos pueblos castellanos, gracias y a través de Azorín. Lo propio ocurre con la emoción de cosas lejanas o fabulosas: la emoción de un tropel de centauros, en grácil fuga, gracias y a través de Rubén Darío […]. Pero, ¿qué vendaval, ni qué tropel de centauros pueden compararse a los cien caballos condensados que otor-gan al automóvil su celeridad divina?” (“Hechos y comentarios”, Europa, 5, 20 de marzo de 1910).
En lo que concierne a la antepenúltima afirmación, Ernesto Gi-ménez Caballero le tomó la palabra unos años después y en su divertido ensayo “Cuadrangulación de Castilla” (enJulepe de menta, 1927) señaló que “aquella visión estática. Exánime, Mís-tica, Nostálgica” de lo castellano (acuñada por Azorín) no podía
sobrevivir a la visión “fugaz, humeante y neumática del coche en directa por las rutas que atravesaron don Quijote y ahora, el último hombre del 98, Luis Bello […]. Ortega y Gasset fue el primero de nuestros escritores que dejando a un lado el carri-to azoriniano, montara en un torpedo sin sangre animal, para examinar de cerca las circunvoluciones cerebrálicas que ofrecía la famosa cabeza de Castilla. Con los guantes de goma de sus neumáticos, Ortega fue tactando la masa encefálica de España. La anatomía del paisaje peninsular”. Como si hubiera leído este texto, en 1928, nuestro fotógrafo –con un indudable sentido del humor– captó en 1928 una de aquellas paradojas que divertían a los escritores citados: un puente metálico en una carretera secundaria, dos paisanos con paraguas, un coche detenido y, en primer plano, un gorrino hozando, ajeno a la detención del tránsito y a toda la polémica de la modernización.
En la motocicleta, la función deportiva y la posibilidad del riesgo se acusaban más que en el automóvil, mientras que desaparece toda función protocolaria y solemne. Gustavo, el protagonista deEl incongruente(1923), de Ramón Gómez de la Serna, tras haber explorado “el pueblo de las muñecas de cera”, “se dedicó a la motocicleta, aprendiendo bien su manejo” y supo entonces que “tenía un destino de miles de kilómetros, y lo mismo daba seguirlos en fila que paso a paso, mes tras mes; siempre estaba dispuesta [la moto] para dar la vuelta al mundo”. De paso, Gómez de la Serna proyecta sobre nosotros un revuelto chorro de gre-guerías que habremos de tener muy presentes –amenazantes las unas, humorísticas muchas, descabelladas todas– al contemplar las numerosas motos retratadas por Marín: la motocicleta es “esa pistola que se ha escapado con cargador y todo”, o “esa bicicleta con dolor de tripas” o “ese galgo de ruedas”, o “esa sierra de las distancias”, o “ese triquitraque desesperado”, que cuando lleva sidecar se trueca en “ese cajón veloz para las huidas”, o en “ese botones de la funeraria que parece llevar su sarcófago muy lejos”, o en “ese triciclo trotón, ultravertebrado, evoluto, que ha perdido una rueda y ha salido corriendo para tener su equilibrio”.
¿Habrá de extrañarnos, pues, que –con tales antecedentes mo-rales– una moto pudiera ser cómplice eficaz y mecánico de un
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atentado político, como el que causó en 1921 la muerte al político conservador Eduardo Dato, tiroteado desde una de ellas? Marín fotografió la motocicleta del delito, rodeada de guardias civiles y de curiosos, entre los cuales un periodista afecta ejercer su ofi-cio, tomando notas en una libreta. Otra fotografía nos muestra la trasera del automóvil de Dato, agujereada por las balas (en 1923, los periódicos también difundieron la imagen del coche del car-denal Soldevila, arzobispo de Zaragoza, muerto del mismo modo a manos de anarquistas; muy pronto, estos automóviles cosidos a balazos fueron un emblema de las luchas de bandas en Chica-go, en cuyos escenarios tampoco faltaría el afanoso periodista que toma notas para redactar una noticia de alcance).
En la medida en que Marín trabajó para el proyecto fotográfico de la Compañía Telefónica, el mundo del teléfono está muy pre-sente en su archivo. Pero, al margen de aquel motivo, el nuevo artilugio estuvo estrechamente emparentado por sí mismo con los signos capitales de la modernidad: sirvió con eficacia a la compulsiva necesidad de comunicarse, obedeció a esa instanta-neidad que la época reconoció como cosa propia, obligó a pres-cindir de los protocolos en la búsqueda directa del contacto (el teléfono, no se olvide, aclimató fórmulas lingüísticas propias, más directas y escuetas: el francés “alló” –que parece ser un préstamo del húngaro–, el expeditivo italiano “pronto”, el im-perativo español “diga”). En la primera comparecencia literaria del teléfono, el monólogo en dos cuadrosLos telefonemas de Manolita(1896), de Juan Valera, el aparato era poco más que un atractivo juego de salón, y dos muchachos, Manolita y Narcisito, que mantienen un idilio incipiente, se saludan con los términos griegos que él ha escogido: “Logos, Theos, Sares, Egéneto…”. Treinta años después, el teléfono es cómplice imprescindible de amantes bastante menos cursilones y más directos. En “Te-léfono”, poema deFábula y signo(1931), de Pedro Salinas, el amante bromea: “Estabas muy cerca. Sólo / nos separaban diez ríos, / tres idiomas, dos fronteras”. Pero todo lo puede salvar “el tonelete blanco” y “en la mano el balancín, / sonriente en el alambre”, gracias al cual le llega, decidida y triunfadora, la voz de ella: “Aquí estoy / aquí”. Y “todo por el aire: aquel / jirón tan desesperado / de ti, tu voz, por el aire”.
Algo de aquel misterio de inmediatez le ha fascinado a Marín, testigo de la instalación de las primeras redes automáticas es-pañolas.Y por eso, ha buscado aquellos nuevos hitos del paisaje –los postes de telefonía– a los que ha retratado en abierta com-petencia con un carro tirado por un borrico, o en la manifiesta hermandad de un automóvil o de un tren humeante que pasa de largo por un apeadero rural (el teléfono automático está ligado estrechamente a la modernización que trajo la Dictadura de Pri-mo de Rivera, como lo estuvieron las carreteras asfaltadas del Circuito Nacional de Firmes Especiales y como aquellos proyec-tos ferroviarios –la unión de Baeza y Saint-Girons, en Francia, por Albacete, Teruel y Lérida; o la de Santander y Valencia, por Burgos, Soria y Teruel– que naufragaron definitivamente en los años cincuenta).
A esta misma serie de entusiasmos telefónicos corresponde la fotografía del rey que asoma su perfil a la terraza de la Telefóni-ca, que fue el edificio más alto de Madrid y emblema de una nue-va Gran Vía. Es el mismo personaje delgado, resignada percha de uniformes varios, de cara larga y labios belfos, inexpresivo pero afable, al que veremos tantas veces en otros retratos, casi siempre solo pero rodeado de gentes, siendo testigo de unos cambios (y de unos inmovilismos) que acabarían por ahogarle en su vorágine: en todo eso parece pensar en esta admirable foto que lo confronta a una vista vertiginosa de Madrid.
La pitanza de las masas: deportes, espectáculos, carnavales
Todo cambiaba. Como señaló Ernesto Giménez Caballero en otro de sus libros,Hércules jugando a los dados(1928), los deportes aristocráticos –el polo, la equitación, la esgrima, la caza– decli-naban ante los más democráticos, que se jugaban con exiguo vestuario y que suscitaban la asistencia de las masas. Entre éstos, pocos más significativos que el boxeo, un juego que recu-peraba la desnudez del púgil clásico y que ponía de manifiesto un instinto primario de la especie, pero que, a la par, añadía al espectáculo la simplicidad funcional de la geometría –el cuadri-látero de lona, las cuerdas paralelas que lo cierran– y algo tan moderno como los haces de luz de los inevitables focos sobre el
ring. Y, por añadidura, se vinculaba como muy pocos a las pa-siones nacionales. El enfrentamiento del vasco Paulino Uzcudun y del italiano Primo Carnera en 1931 fue un capítulo más, y no el de más relieve, en la pugna de los países europeos por la pro-moción de pesos pesados que pudieran disputar el campeonato del mundo a los invencibles púgiles norteamericanos: en aquel pleito participaron un boxeador alemán como Max Baer, un fran-cés como Marcel Cerdan y un italiano como Carnera, tan mimado por el fascismo. Las fotos de Marín evocan su disputa por el tí-tulo europeo con aquel pobre Uzcudun, tan falto de técnica como sobrado de acometividad, al que todavía en los años cincuenta se recordaba como la esperanza perdida del pugilismo español, más próvido de pesos ligeros ywelters, como correspondía a los castigados genes y la menguada dieta de laraza.
También cambiaron los espectáculos. La guerra europea y la lle-gada del cuerpo expedicionario norteamericano en 1917 consa-graron la popularidad del jazz y prepararon el terreno para la recepción de unas formas de diversión popular más directas y espectaculares. Los grandes cómicos del cine mudo, los espec-táculos arrevistados de gran formato y los ritmos sincopados de la música negra fueron adoptados por las vanguardias europeas con entusiasmo, al lado de los cócteles más caprichosos y los rascacielos más atrevidos. Igor Stravinski compuso unRagtime(y unTango), Rafael Alberti y Federico García Lorca escribieron poemas dedicados a los cómicos del cine, Jean Cocteau proclamó su devoción por el boxeo y Paul Morand, el viajero infatigable, contribuyó a la leyenda de Nueva York, la ciudad increíble (que, ya en 1917, elDiario de un poeta reciencasado, de Juan Ramón Jiménez, había saludado como “marimacho de uñas sucias” pero
a cuya fascinación equívoca también se había rendido, al cabo).
El divertidoManifest Groc, redactado por Salvador Dalí, Sebas-tià Gasch y Lluís Montanyà en 1928 (y dado a conocer en tra-ducción española por la revistaGallo, de García Lorca), lo dijo con claridad meridiana: frente a la “sensibilidad enfermiza” y el clasicismo de imitación que imperaban en la cultura catalana de 1920 había que imponer “el cinema, el estadio, el boxeo, el rugby, el tenis y los mil deportes; la música popular de hoy: el jazz y la
danza actual; el salón del automóvil y la aeronáutica; los juegos en las playas; los concursos de belleza al aire libre; el desfile de maniquíes; el desnudo bajo la electricidad en el music-hall; el autódromo; las exposiciones de arte de los artistas modernos; una gran ingeniería y unos magníficos transatlánticos”.
El retrato de Joséphine Baker en 1930 puede resumir, por lo que toca a este conjunto de fotos, la irrupción de toda esa mezco-lanza de curiosidad y esnobismo culturales que fue elnegris-moeuropeo (y cuya primera manifestación española estuvo en un par de novelas del popular escritor hispanocubano Alberto Insúa,El negro que tenía el alma blancayLa sombra de Peter Wald, en torno a la vida y desdichas de un cantante cubano llamado Pedro Valdés). Con el añadido de que aquella danzarina de Saint Louis, que se hizo famosa por bailar desnuda con una simple falda de plátanos en torno a su cintura, fue de punta a cabo un invento parisino que nunca fue reconocido como cosa propia en su país natal.
Lo cierto es que, en España, aquella muchacha de rasgos acu-sados, casi caricaturescos, y delgadez elástica competía con muchas colegas españolas que lucían su más castizo palmito en los espectáculos teatrales de números sueltos. A comien-zos de siglo, habían recibido el nombre degénero ínfimo, para distinguirlo de las piezas breves con argumento y cantables a las que se llamabagénero chico(elgénero grandeera, por supuesto, la zarzuela extensa). Uno y otro géneros, elchicoy elínfimo, tuvieron su lugar en la acogedora fórmula delteatro por horas, representaciones en sesión continua que programa-ban muchos locales del Madrid de la Restauración (sobre todos ellos, el mítico Apolo). De ellos surgieron los espectáculos de variedades y la fórmula de la revista musical, que sobrevivieron largo tiempo. Marín retrató en 1911 a dos estrellas del género andaluz y aflamencado, La Argentina y Pastora Imperio, y en 1917 a Raquel Meller, que significó la popularización delcuplé. Pero faltan muchas otras…
Como sucedería años después con la pasión de los vanguar-distas por las modas norteamericanas, no pocos intelectuales
de 1910 descubrieron en aquellas muchachas de educación su-maria, macizas carnes y probado desparpajo un atractivo que tenía mucho que ver con sus frustraciones históricas: en una sociedad decadente, aquellas mujeres parecían atesorar el ím-petu vital perdido; en un país humillado, encarnaban la fuerza de lo espontáneo; ante un arte que parecía agotado, suponían una vigorosa reserva de sustancia popular. Por eso, las pintaron con arrobo todos los que tuvieron algo que decir en la nueva plástica española: Zuloaga, Romero de Torres, Anselmo Miguel Nieto, Miguel Viladrich… En su revistaPrometeo, entre 1908 y 1910, Ramón Gómez de la Serna las había mezclado con inte-lectuales y escritores en unos divertidos “Diálogos triviales”; en 1913, Ramón Pérez de Ayala las convirtió en protagonistas (y redentoras) de toda una parábola acerca de la impotencia intelectual y la urgente necesidad de un nuevo sacramento esté-tico del que serían nuevas sacerdotisas: la tituló –con términos tomados del Arcipreste de Hita–Troteras y danzaderas. Ramón
del Valle-Inclán afirmó que la renovación de la escena española vendría de la agilidad expresiva de los espectáculos de cabaret, o quizá del cine. Y don Manuel de Falla, tan circunspecto y pia-doso, aceptó poner música a la “gitanería” que había escrito su amigo Gregorio Martínez Sierra, a quien se la había solicitado previamente Pastora Imperio. Y fue ésta quien cantó y bailó en El amor brujo, estrenado en 1915.
Escritores, pintores, escultores y músicos compusieron la ima-
gen estética de España por la que todavía nos reconocemos, en la
que las mujeres de la farándula (y no sólo del cante y del baile…)
representaban mucho del alma popular colectiva. Las interesa-das lo creyeron firmemente.Y por tal cosa, no nos extrañará que, en 1917, la actriz Carmen León se disfrace de pescadera (y afecte atender al público en las prestigiosas Pescaderías Coruñesas de Madrid), mientras Carmen Yesares lo hace de castañera. Son oficios populares donde los haya y estas tontas supercherías los dignificaban, a la vez que demostraban el innato patriotismo popular de las retratadas. Así, cuando el rey Alfonso XIII visita Santander, ha de abrazar a Paulina, una pescadera (pero ésta lo era de veras…) que casi debía ser contemporánea de José María de Pereda, el inevitable cantor deSotileza.
En 1895 Unamuno había definido elcasticismocomo una suerte de costra enmohecida del sentimiento patriótico, que enmas-caraba lo auténticamentepopular; unos años más tarde, hacia 1910, y a pesar del dictamen en contra del mayor intelectual de España, lo castizo subsistía y proliferaba en estado puro, pero también templado estéticamente por creadores excepcionales.Y el retorno al costumbrismo y a los regionalismos estéticos era la norma general. No los cultivaban gentes precisamente vulgares: elbaturrismo, por ejemplo (y citamos uno de los costumbrismos más cercanos a lo simplemente palurdo) debió mucho a sendos alcaldes de Huesca y Calatayud, a un abogado y banquero, a un facultativo del Cuerpo de Bibliotecas y a un catedrático de Derecho Canónico. Y el propio Unamuno, en su juventud, había contribuido a la creación del falsísimo dialecto bilbaíno y la constitución de algunos de sus estereotipos cómicos… Ahí mis-mo tenemos a Su Majestad el Rey don Alfonso marcándose un baileagarraocon una dama, en la Venta de la Rubia, y cabe se-ñalar que, aunque lo hacen con todas las reglas del arte, ambos visten el aristocrático traje de montar porque esa concesión po-
pular es un simple alto en el camino. Sin embargo, no lo era para
todos los caminantes… Una fotografía de 1935 nos muestra una verdadera juerga en una verdadera venta, donde algún borracho ha tenido la triste ocurrencia de subir a un enano encima de la mesa: puro Valle-Inclán, dirá alguien; pero ese espectáculo agrio y miserable es lo que daba de sí cierta España en las vísperas mismas de la guerra civil.
La complacencia en lo castizo formó parte de los ritos deautorre-conocimientode una sociedad. Una liturgia es una conmemora-ción de lo sacralizado, pero también puede ser una vía de escape, una liberación de las imposiciones habituales… Y el carnaval cumplió esa última misión en una sociedad muy estructurada y reducida que, por espacio de unos días, recobraba la impunidad del anonimato y borraba bajo el disfraz las muchas diferencias de clase. A Valle-Inclán y a José Gutiérrez Solana les fascinaba el turbio carnaval de suburbio, con sus curdas lamentables, sus comparsas chocarreras y sus vestiduras pobres y chillonas; nues-tro Marín prefirió retratar las más amables y burguesas carnesto-
lendas del paseo de Rosales, donde las murgas disfrutan dejándo-
se reflejar por la cámara y donde hay hasta quien se ha disfrazado de Arlequín, al modo clásico. Pero el rito colectivo tiene el mismo significado en el barrio de Salamanca que en la Ronda de Toledo, en Cuatro Caminos que en la Puerta del Sol, allá donde suene la fórmula sacramental que nos invita a disfrutar del incógnito y quizá de la transgresión: “Mascarita, ¿me conoces?”.
La política como ritual colectivo
Hoy vivimos en una sociedad que se comunica (y, por ende,se reconocea sí misma) de un modo casi compulsivo. Pegado a su teléfono móvil, el individuo notifica cada uno de sus pasos a sus prójimos, es llamado por ellos y sabe, a su vez, del paradero de los demás, e incluso fotografía –captura– la más nimia realidad
que le rodea, porque es oscuramente consciente de que todo for-ma parte de su vida y, en el fondo, le complace anegarse en esa suerte de colectivización que le parece muy suya pero que niega la noción misma de intimidad. En una dimensión colectiva, los periódicos, las revistas, la radio o la televisión extienden hoy esta promiscuidad indiscriminada de los hechos y las concien-cias a la vida común: por su intermediación, lo sabemos casi todo de personajes irrelevantes; sin buscarlo, presenciamos, hasta el tedio o la náusea, “el lado humano” de las tragedias o catástrofes, con toda esa profusión de personas dolientes a medio vestir, de declaraciones incoherentes de los parientes, de consideraciones y quejas de deudos o curiosos.
Las fotografías del archivo Marín reflejaron los balbuceos de esta indefinición entre lo público y lo privado, aunque lo hicie-ran en una sociedad todavía arcaica, donde ese encuentro de los acontecimientos y las gentes venía pautado casi siempre por dos tipos de convocatorias excepcionales: lafiesta(con su capacidad de revelar los impulsos y los instintos: algo se ha dicho ya del Carnaval, líneas más arriba) y laceremonia, que nos brinda la posibilidad de manifestar la dimensión colectiva de las adhesiones o los rechazos emocionales.
Hay muchasceremoniaspolíticas, pero quizá la más cargada de sentido y tradiciones es el entierro de la figura ilustre. Benito
Pérez Galdós, tan sapientísimo observador de medio siglo de vida española, lo captó muy bien y llegó a datar algunas de sus novelas (y, por tanto, el emplazamiento moral de sus personajes) mediante el recuerdo de algún sepelio sonado: el del periodis-ta Calvo Asensio es uno de los acontecimientos que sitúan en 1863 la acción deEl doctor Centenoy la zozobra y esperanzas de aquellos liberales anteriores a la revolución de septiembre; el entierro de José Zorrilla en 1893 es recordado por los men-digos deMisericordia, en la medida en que marcó un hito en la vida cultural de la Restauración… e incrementó los lucros de su pedigüeñería. Pero, si bien se piensa, todavía hoy, también el entierro de Enrique Tierno Galván y antes, el de los abogados de Atocha, asesinados por el terrorismo de ultraderecha, siguen siendo referencias que identifican respectivamente los años du-ros de la Transición y lo que, sin duda, era su eclipse.
El sepelio de José Canalejas, muerto en un atentado, fue algo parecido y hubo de llamar la atención de Marín en 1912. Ca-nalejas era un político anómalo por su preparación cultural y su intachablepedigreeprogresista y laico (no deja de tener algo de simbólico que fuera inmolado mientras repasaba las novedades en el escaparate de la librería de Fernando Fe, en Madrid); su muerte, que puso fin a uno de los dos “gobiernos largos” de Alfonso XIII (el otro fue el de Maura, a quien había sucedido), arruinó la posible evolución de la Restauración al-fonsina hacia el laicismo y un liberalismo de corte intervencio-nista, pero, sobre todo, obturó la incorporación de políticos de refresco a la envejecida nómina del régimen. El otro entierro que recogieron las cámaras de Marín fue el del fundador del Partido Socialista Obrero Español, el tipógrafo ferrolano Pablo Iglesias, que vino a morir en los días de la Dictadura de Primo de Rivera, en 1925, el mismo año en que lo hizo Antonio Maura. También los días que precedieron a la llegada de Canalejas al poder, en 1909-1910, Iglesias alcanzó su máxima notoriedad –más allá de los militantes de su partido y de la Unión Gene-ral de Trabajadores– cuando se incorporó al Parlamento com o diputado por Madrid, tras haber presidido los destinos de la Conjunción Republicano-Socialista de 1909. ¡Qué lejanos y qué cercanos, a la vez, debían de contemplar aquellos días de 1910
los numerosos burgueses que veían pasar la comitiva que sigue a la carroza funeraria del líder obrero!
Los monumentos públicos fueron otra cita obligada de la histo-
ria colectiva. En unas ocasiones fueron, como se ha dicho alguna
vez, “memoria impuesta”, pero a menudo fueron fieles ecos de la
vida política de la comunidad que los erigía: por eso, están tan
relacionados con la invención y desarrollo de la idea de ciudada-
nía, que fue una noble e inconclusa tarea del siglo XIX. Para los
ediles de entonces, la onomástica del callejero fue una suerte de
pedagogía nacional, y el monumento conmemorativo, un énfasis
necesario a cuyo servicio trabajaron de consuno la escultura y la iconología. Nuestro archivo ofrece una foto impagable de la in-auguración –en 1908– del monumento consagrado a la memoria de Emilio Castelar, quien había muerto en 1899. Todos lo hemos visto alguna vez alzarse, elocuente y retador, en una glorieta central del madrileño paseo de la Castellana y sabemos que fue obra del acreditado especialista Mariano Benlliure; muy pocos saben, sin embargo, que los coetáneos más iconoclastas vieron en su compleja alegoría ¡nada menos que la representación del incendio de un burdel!. Las tres figuras femeninas desnudas que lo rematan –la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad– serían tres pupilas que se han puesto a buen recaudo de las llamas; los personajes diversos que parecen ascender por una escalera, los clientes que huyen, y el propio Castelar –en figura de arengar a la multitud–, quien dirige la evacuación.
No está de más recordarlo a la vista de los muchos caballeros bajo sendos sombreros de copa, que delatan su jerarquía polí-tica, pero también el tono ceremonial del momento (la chistera había sido desplazada por el hongo, como sombrero de paseo, en los años 1860-1870 y éste ya venía cediendo ante el flexible). Todo tiene un aire de solemnidad a la que no faltan unas gotas de displicencia y puede que otras de hipocresía: aquella socie-dad política muy conservadora (distinguimos a su referente, Antonio Maura y a todo su gobierno) celebra la memoria de un político republicano conservador, que fue –en el tiempo de Cánovas y Sagasta– el elemento legitimador de la Restauración ante los progresistas, como el marqués de Pidal lo fue ante los
ultramontanos. Orador y agitador, sobre todo, había sido el po-lítico más admirado (y quizá más inofensivo), pero también el ideólogo nefando (aunque era amigo del pontífice León XIII), execrado por las gentes de bien: en la novela de Ramón Pérez de Ayala,A.M.D.G. (La vida en un colegio de jesuitas,de 1910), un texto capital en la historia del anticlericalismo intelectual español, el burro del Colegio de la Inmaculada, de Gijón, “que servía al cocinero para traer las provisiones de la plaza”, se llamabaCastelar, nombre escogido tras desechar los de Voltaire, Renan y el también republicano Pi y Margall.
Algo de esa solemnidad impostada comparece también en lo eclesiástico. La fotografía que recoge la promoción del nuncio pontificio a cardenal del Sacro Colegio nos ofrece un friso hu-mano donde las sotanas y los rostros hieráticos de los hombres de Iglesia preponderan sobre las pocas casacas ministeriales o diplomáticas, a alguno de cuyos ocupantes se le ve visiblemente incómodo. Pero tal cosa es lo propio de todarepresentación, y derepresentacionescívicas hablamos. Las fotos de conocidos políticos en el acto de depositar su sufragio en una urna es una forma venial de demagogia persuasiva que se repite todavía hoy, pero que no debe empañar el significado de lo que fue una conquista del liberalismo decimonónico, a despecho de toda esa nomenclatura propia delcaciquismo, que aún utilizamos a la fecha.Y que incluía lospucherazos(designación del fraude elec-toral), elencasillado(o pacto de candidaturas viables entre los caciques de diversos partidos), los candidatoscuneros(que eran los vinculados al distrito por razones de conveniencia familiar o amistosa), o las aplicaciones del artículo 29 (que autorizaba la proclamación sin votación del candidato único).
Alguien pensará que, forzosamente, hubiera sido mucho más auténtico reflejar mejor el mundo de los desposeídos, que eran amplia mayoría en aquella sociedad políticamente estable pero radicalmente injusta. Para el ojo público de Marín está muy presente la vistosa dimensión militar de la Monarquía, lo que fue opción muy personal del titular, Alfonso XIII, aunque tam-bién fue querida por lo que se fue configurando como recelosa camarilla de opinión y presión a lo largo de su reinado. Y algún
militar relevante nos recuerda que muchos de ellos tuvieron una amplia repercusión popular: el caso más llamativo es el del atrabiliario y vanidoso José Millán Astray, fundador del Ter-cio, que exhibe sus minusvalías heroicas al lado de su médico, para edificación de sectores sociales que empezaban a ver en lo castrense el más seguro refugio contra la revolución. Pero la dura realidad de la guerra colonial de Marruecos –y sus escan-dalosos desastres del Barranco del Lobo, en 1909, y Annual, en 1921– también está presente en la imagen de otras víctimas, que no eran ascendidas, ni condecoradas, ni retratadas en las páginas fotográficas deABC, álbum propicio del patriotismo conservador: a ellos apuntan las fotos de los recibimientos de los soldados repatriados, que hacen constar, aunque sea indi-rectamente, la existencia de uno de los más envenenados e in-faustos problemas de la España moderna.
Porque también la protesta pública fue otro rito de reconoci-miento de los agraviados. Ahí tenemos, por ejemplo, una pa-norámica de la manifestación del 1 de mayo del 1919, en cuyas pancartas se advertirán los primeros vivas a Rusia, cuya revolu-ción estaba reciente y cuando todavía no se había producido la ruptura de los socialdemócratas y los futuros comunistas, que no se haría esperar mucho. A una iniciativa menos ideologizada pero no menos imperativa, obedece esa otra marcha contra los consumosque se fecha en 1912, y que hoy requiere explicar que aquellos impuestos (herederos de las viejas alcabalas del Anti-guo Régimen) gravaban todos los productos de primera necesi-dad familiar que se introducían en las ciudades. Por su osten-tosa visibilidad y su palmaria injusticia, losconsumosfueron denunciados desde las Cortes de Cádiz, pero sólo a principios del siglo XX, cuando eran frecuentes los motines y los incendios de las casetas de vigilancia y cobro, se redujeron al mínimo, para desaparecer del todo ¡en los años cincuenta! Fueran estos los motivos inmediatos de las algaradas, o fueran otros, las cargas policiales y las detenciones (que apreciamos en otras fotos muy llamativas) eran las mismas. Y los resultados –las palizas, la cárcel, las multas– eran el fermento de nuevas insurrecciones, en muchas de las cuales se mezclaban el odio concreto contra la injusticia y la pugna febril contra el símbolo odiado.
De esto último, de la pugna contra los símbolos, tuvieron mucho el anticaciquismo, el antimilitarismo y el anticlericalismo, las tres consignas que recorrieron la sociedad humillada de los siglos XIX y XX y que, en gran medida, fueron instrumentos de educación política, cuando dejaron de ser rebeldías primitivas para trocarse a veces en análisis de la realidad y sus expecta-tivas. Así debemos entender el más activo y pugnaz de estos “antis”, el anticlericalismo, que fue, además de un gran esce-nario del descontento general, una verdaderacultura, o una subcultura si se prefiere, que tuvo sus apóstoles y mártires, sus órganos de prensa (desdeEl MotínhastaLa Traca) y que, si fue implacable con todo cuanto sonaba a clero organizado, fue, en cambio, respetuoso con la fe (a menudo, se referían a Cristo con expresiones tan admirativas como irrisorias, tomadas de los vates modernistas avanzados: “el sufriente Nazareno” o “el dulce Rabí de Galilea”).
Sus estallidos jalonaron la historia contemporánea española, desde aquellas matanzas de frailes de 1830 (que Larra dijocom-prender) hasta la gigantesca ordalía de la guerra civil, pasando por la Semana Trágica, de Barcelona, en 1909. Marín recogió con sus cámaras las consecuencias de los incendios de mayo de 1931, de responsabilidad muy discutida en su momento pero cuya triste realidad es bien visible aquí: los colegios y las igle-sias que ardieron, todos céntricos, lujosos y muy frecuentados, invitan a pensar en lo que aquel espasmo iconoclasta tuvo de destrucción y venganza de los emblemas de la burguesía mo-nárquica, propietaria y clerical para la que se habían construi-do (años después, el estallido de la guerra civil multiplicó la violencia: obispos, párrocos y órdenes religiosas educadoras fueron perseguidos y asesinados –aunque la persecución apenas se cobró la vida de alguna monja–, mientras que la vesania rival del otro lado se cebó en los maestros, por razones simbólicas muy parecidas aunque antagónicas: el esfuerzo educativo re-publicano había atentado, de forma gravísima, contra el orden social inmemorial que sus beneficiarios sintieron atacado). Todo aquello estaba aún lejos cuando se abrió la esperanza re-publicana de 1931, que ilustran –una vez más– las fotos de la alegre manifestación en la madrileña Puerta del Sol. Pero con-
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viene no olvidar que hubo un poderoso republicanismo burgués moderado y una tradición reformista que lo habían preparado todo. La dimensión conspirativa y la fuerza de las circunstan-cias se escenifican a las mil maravillas en esa imprescindible e intencionada fotografía tomada en la playa donostiarra de Ondarreta. Ajenos a los bañistas, sentados en sus sillas de lona y vestidos impecablemente de elegantes en verano, don Álvaro de Figueroa, conde de Romanones, y Gregorio Marañón Posadillo, el médico más reputado y seguramente más popular de Espa-ña, negocian lo inevitable y seguramente están de acuerdo en casi todo. El político, antiguo becario del Colegio de Bolonia, ha sido el primer ministro de Instrucción Pública que tuvo España, ha dirigido con habilidad consumada las fuerzas liberales más progresistas que habían agrupado Moret y Canalejas, ha sido multado por la Dictadura de Primo de Rivera y acaba de escribir un libro, autojustificatorio pero bastante objetivo, que se titula Las responsabilidades del Antiguo Régimen. El galeno lleva, sin duda, la representación de los partidos y notables republicanos, tiene una vasta clientela de aristócratas y burgueses, ha puesto de moda la endocrinología y los estudios de patología sexual (aunque son de corte muy conservador, nada freudiano) y ha tenido amplia repercusión popular su hipótesis sobre la falta de hombría del mítico don Juan (una sospecha que ha inspirado una novela a su amigo Pérez de Ayala).
En el fondo, mucho de lo mejor de la Monarquía liberal (que am-bos representan) será continuado, con más libertad y consecuen-cia, por la República naciente: no solamente será un símbolo esa carroza desde la que sonríen el presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, andaluz, abogado, buen orador y antiguo ministro del rey, y el socialista Julián Besteiro, catedrático de Universidad y muy vinculado a la tradición laicista, educacional y austerísima que fue encarnada desde 1876 por la Institución Libre de Enseñanza… Ambos personajes tienen, en efecto, poco que ver entre sí, como no lo tienen los que vemos perorar en sen-dos mítines, otro rito de reconocimiento ideológico imprescindi-ble. Para comprobarlo, disponemos de la fotografía de un mitin de Alejandro Lerroux, un personaje turbio y, en el fondo, muy anticuado (como sus bigotes con guías vueltas hacia arriba),
rehén de la Monarquía que lo usó contra los catalanistas en otra época, y a la fecha, esperanza vana de una versión derechista de la República, que acabaría naufragando con el escándalo del estraperlo(una ruleta de dudosísima imparcialidad, inventada por Strauss y Perle, y apadrinada por un sobrino suyo y otros miembros del Partido Radical). Y hay, por cierto, otra foto pre-monitoria, tomada en el Casino Militar, donde el general Franco figura en primera fila de un homenaje al veterano político, afec-tando el mismo aire de inocencia que su aprovechado discípulo
Pinochet fingía en las ceremonias presididas por Salvador Allen-
de, su futura víctima: así acabaron las cosas…).
Pero el otro mitin, el de Manuel Azaña, nos invita a ver los ade-manes más sobrios de un político distinto, que representó, como ningún otro, la idea de dignificación institucional de una Repú-blica que quiso laica, culta y progresista, pero nada aventurera en lo político, incluso cuando la campaña de 1936 añadió un tinte noblemente radical y matizadamente social a sus propues-tas de refundación. Si Lerroux era hijo de un veterinario militar, un autodidacto que tenía por escuela el periodismo de combate, Manuel Azaña fue un altísimo funcionario público, hijo de pro-minente familia liberal de propietarios alcalaínos y un lector de refinada cultura; se le tenía por hombre del Ateneo de Madrid, aunque lo despreciaba, y por masón convencido, aunque lo fue, pero muy poco observante; su ideal era la vida intelectual y política de la Tercera República francesa y sus ejecutorias pú-blicas más sonadas, el haber estado en el semanarioEspañade 1915 a 1924 (la mejor revista política que ha dado el siglo XX en nuestro país) y el haber dirigido a su modo una exigente y atractiva revista cultural que se llamóLa Pluma.
Ritos culturales
Manuel Azaña fue unintelectual, una palabra que había em-pezado a sonar a comienzos de siglo y que definía la condición profesionaly la autonomía del escritor y del artista, así como su derecho a pronunciarse, a título de orientador social, en los conflictos de la vida nacional. Un poco antes, la palabrabohemiodesignó al artista independiente que vivía para su arte y cuya
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contradictoria imagen personal –despilfarro y miseria, soledad y promiscuidad, lujuria y misticismo– era la antítesis de la de aquellos burgueses que despreciaba (filisteos, les llamaba) y que, sin embargo, estaban llamados a ser su público. Mucho más de lo que parece,intelectualybohemiofueron términos complementa-
rios (y hasta equivalentes en algún caso), porque en la movediza
semántica de ambos se libraron muchos de los hitos del proceso
que antes llamábamos dedignificación de la vida cultural.
No es casual que una de las más antiguas de estas fotografías represente a Alejandro Sawa, el bardo bohemio y ciego, retrata-do en 1908 al lado de su mujer francesa y rodeado por montones de papeles escritos. Quien la contemple recordará, sin duda, que, bajo el apelativo de Max Estrella, Sawa fue el protagonista del “esperpento”Luces de bohemia, de Ramón del Valle-Inclán, que vio la primera luz en las páginas del semanarioEspañaen 1920. El ya maduro Valle estableció en aquellas arrebatadas escenas madrileñas el triste final de la insurrección románti-ca, convertida en mueca bohemia, y el trabajoso inicio de la profesiónintelectual, sin abdicar de la nostalgia por aquellos desaforados personajes, ni perdonar la sorna que le inspiraban los nuevos modos (quizá el momento culminante sea aquel de la escenaiven que el capitán Pitito espeta a los poetas curdas de la Buñolería Modernista: “!Mentira parece que sean ustedes in-telectuales y promuevan estos escándalos! ¿Qué dejan para los analfabetos?”). Sawa había muerto en 1910 y tuvo poco que ver con el significado crucial que Valle le atribuyó, pero la literatura
dura, a veces, más que la verdad. Y Valle sabía de eso…
Al propio escritor lo veremos en su reconocimiento y homenaje, que adoptó la forma de un banquete: el símbolo ceremonial más representativo de la vida literaria, que siempre es pública (los cafés y su fruto natural, la tertulia, fueron el modo dere-presentaciónhabitual del escritor: el ocio creador que gusta de exhibirse, la inventiva y la agudeza en la réplica, la provocación como forma de comportamiento; elbanquetees la apoteosis de larepresentación). En 1922, cuando se le ofrece el ágape retra-tado, Valle acababa de rematar sus tresComedias Bárbarascon la más compleja y ambiciosa de todas,Cara de Plata, y habían
pasado ya dos años desde 1920, la fecha deLuces de bohemia, Divinas palabrasyFarsa y licencia de la Reina Castiza, que marcaron la conversión de su estética teatral a loesperpéntico.Con el mismo celo, el autor había construido a la par su perge-ño físico y moral: la delgadez extrema, el terno siempre oscuro (bajo la capa), la manga vacía que denotaba abiertamente la manquera, la barba y el pelo abundantes que iban haciéndose blancos, a la vez que la frase venenosa, la leyenda caballeres-ca de sus orígenes y su eufóniconom de plumellamaba (se Ramón Valle Peña). A su lado, vemos a Unamuno que acababa de publicarEl Cristo de VelázquezyLa tía Tula, y que también había logrado ser el inconfundible y caricaturizado Unamuno, reñido con las corbatas y los abrigos, con su cara de pájaro de presa que acusaba el corte de la barba y todos aquellos conflic-tos políticos, religiosos, patrióticos… a los que daba naturaleza pública todos los días en sus artículos.
Ramón Gómez de la Serna también tuvo banquete en 1923, su annus mirabilis: publicó entonces las novelasEl chalet de las rosas,La quinta de Palmyra,CinelandiayEl novelista, además de las misceláneas de gregueríasRamonismoyEl alba y otras cosas, ampliación de un título anterior. De noviembre de ese mismo año es la fotografía que le muestra en el Circo Ameri-cano, de Madrid, leyendo desde un trapecio sus divertidas re-flexiones sobre lo circense (su libroEl circodataba de 1917 y en París lo había dado a conocer a sus lectores en el Cirque d’Hiver, a lomos de un elefante). Estamos en una época en que el arte, que quizá se sentía envejecido y caduco, juega a redescubrir la inocencia perdida en lo simple y en lo primitivo: arriba se re-cordaba el gusto de estos años por el jazz y por el cine cómico; aquí convendrá que el lector tenga presente la pasión con que Toulouse-Lautrec, Picasso y Chagall pintaron domadoras, ma-labaristas, payasos y animales sabios en un universo que era a la vez mágico y pobretón, infantil y complicado. Y se tendrá en cuenta también que en 1917 el balletParade–que representa la cabalgata de un circo– aunó las firmas de Jean Cocteau como autor del libreto, de Eric Satie por la música, de Picasso como escenógrafo y figurinista y, por supuesto, de Serguei Diaghilev y sus Ballets Rusos como truchimanes de aquella invención.
En cualquier caso, el archivo revela que la popularidad de los artistas ya era una parte inamovible de la actualidad más dig-na de ser retratada. Las fotografía de José Ortega y Gasset en 1931, a la salida de su conferencia “Rectificación de la Repúbli-ca”, refleja el punto culminante de la actuaciónintelectualen España, cuando el filósofo y muchos de sus amigos tenían acta de diputado por la Agrupación al Servicio de la República, un partido deintelectualesque fue efímero. En cambio, en otras de estas fotografías de artistas se hacen patentes los tradicionales (y algo arcaicos) signos del oficio: el escultor Mariano Benlliure aparece junto a un friso que ha esculpido, lo que nos recuerda su destacado papel como artista oficial de la Baja Restauración (suyo es, como ya se ha indicado, el monumento a Castelar en Madrid, pero también los elevados en la capital al rey Alfonso XII y al general Martínez Campos –ambos en el Retiro–, y otros trabajos tan populares como el monumento a Joselito, en Sevi-lla, y la tumba de Gayarre, en Roncal). Tampoco faltaron encar-gos –públicos y privados– a Joaquín Sorolla, tan consciente de su significadonacionalcomo podía estarlo su colega y amigo, que aquí aparece retratando a Jacinto Benavente, Premio Nobel de 1922, aunque ya estaba destituido de toda consagración pro-gresista. Y vale la pena consignarlo porque, a despecho de la imparcialidad con que aceptaba sus encargos, la sensibilidad de Sorolla andaba más cercana de retratados suyos como Benito Pérez Galdós, Francisco Giner de los Ríos o Santiago Ramón y Ca-jal. Julio Romero de Torres cierra convincentemente esta tripleta de artistas plásticos cuya popularidad fue tan patente. Pero, tan asociado como está a menudo a las rancias convenciones espa-ñolistas, quizá convenga recordar aquí que su estética de raíz simbolista fascinó a muchos escritores –al joven Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, o a Valle-Inclán– y que su retrato de Pastora Imperio, que aquí está pintando, homenajeaba un concepto –los valores de la Raza– que en aquel tiempo tenía menos naftalina y menos caspa de la que hoy podemos atribuirle.
Es indudable que la idea artesana del arte y su subordinación a valores patrióticos nos resulta mucho más lejana que la im-presión de modernidad que nos han trasmitido los retratos lite-rarios observados. Y seguramente, esta entropía de su universo
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