Le village afghan
204 pages
Français

Vous pourrez modifier la taille du texte de cet ouvrage

Découvre YouScribe en t'inscrivant gratuitement

Je m'inscris

Le village afghan , livre ebook

-

Découvre YouScribe en t'inscrivant gratuitement

Je m'inscris
Obtenez un accès à la bibliothèque pour le consulter en ligne
En savoir plus
204 pages
Français

Vous pourrez modifier la taille du texte de cet ouvrage

Obtenez un accès à la bibliothèque pour le consulter en ligne
En savoir plus

Description

¿Dónde se esconde el Mulá Omar? Una investigación policial desarticula un atentado en París el mismo día en que llega a La Habana una hija ilegítima de Fidel Castro decidida a encontrarse con su padre. Un día intenso en la vida de una galería de personajes inesperados.

Informations

Publié par
Date de parution 21 août 2013
Nombre de lectures 0
EAN13 9782312013060
Langue Français

Extrait

Le village afghan
Ferrán Núñez
Le village afghan
(Una novela cubana)









LES ÉDITIONS DU NET 22, rue Édouard Nieuport 92150 Suresnes
Dedicatoria:

A mis hijos Carla y Adrián.











© Les Éditions du Net, 2013 ISBN : 978-2-312-01306-0
Capítulo I



Le dernier Petit père des Peuples, La Habana, Cuba, 24 de diciembre 03:00 am
Donde se observa que las sombras son testigos y las únicas que dejan testimonio de lo vivido.
Ya no solía levantarse temprano desde que se enfermara gravemente, sólo que esa mañana abrió los ojos igual que años atrás con ganas de comerse el mundo. Por primera vez en todo el tiempo que llevaban juntos, miró a la mujer que dormía a su lado y se preguntó sin disimulo las razones por las cuales seguía viviendo a su lado. Lealtad y amor eran dos conceptos para los demás, nunca creyó realmente en ellos cuando se trató de tomar decisiones difíciles, sin embargo, sabía que podían servirle de instrumentos eficaces para mover a voluntad a las personas que siempre lo siguieron sin poner condiciones hasta ahora.
Meses antes, cuando estuvo a punto de morir por culpa de una diverticulosis mal operada, solía acordarse con frecuencia de sus muertos; los mismos que adornan con sus nombres las instituciones estatales creadas desde que ganarse el poder en 1959 le otorgó el derecho de ir sembrando sus recuerdos en cada rincón del país. Si él se hubiese regido por la lealtad y el amor, su destino habría sido sin dudas muy diferente, suspiró. Existen sensaciones indestructibles que nacen con el alma y así, imperiosamente, se agitan dentro del cuerpo desde siempre. Los seres destinados a permutar el mundo, porque viven libres del lastre que representan los sentimientos ordinarios, lo saben perfectamente. Por eso, servirse de las emociones ajenas para alcanzar un objetivo superior a él mismo nunca le quitó el sueño, y la prueba de que había tenido razón era que nunca ninguno de aquellos muertos vino a pedirle cuentas en sus pesadillas. Dalia ya no era joven, pero aún conservaba la distinción de las mujeres de antaño, las mismas que en cincuenta años, él había hecho desaparecer sistemáticamente a base de trabajo voluntario y privaciones diversas. Disponía del carácter necesario para imponer orden a su alrededor pero, sobre todo, le protegía de su numerosa familia incluyendo a sus hijos. Mentía a todos con un desparpajo tan grande que muchas veces le hacía sonreír porque le recordaba su mismo descaro. «Papá tiene que trabajar, vengan conmigo que vamos a hacerle un dibujito». La escogió precisamente porque, de todas las mujeres que había conocido en su vida, Dalia era la única que había sido capaz de vivir tanto tiempo con él sin intentar juzgarlo con patrones racionales.
La conoció durante la campaña de alfabetización en los años sesenta. Era la única rubia de buena familia que enseñaba a leer y a escribir en Maneadero, un caserío perdido en la ciénaga de Zapata. Se acostó con ella por primera vez a las setenta y dos horas de haber hundido el barco Río Escondido, el buque pirata donde se escondía la alevosa brigada 2506 que intentó apoderarse por la fuerza de su revolución. La euforia de la victoria y el deseo le hicieron olvidar los mosquitos y las balas que zumbaban por todas partes. Aquella noche, en los manglares del enorme pantano, la hizo suya para siempre.
Lo primero que le llamó la atención fueron sus ojos azules y su piel morena, prueba de que por sus venas corría sangre negra. El difunto Nicolás apenas exageró cuando afirmó que en Cuba el que no tiene de congo tiene de carabalí. Sangre sabiamente difuminada por la mezcla permanente y la mejora constante de las condiciones de vida que, desde principios de siglo, habían ayudado a moldear mujeres espesas de carácter, pero finas y elásticas al mismo tiempo. Educadas para ser las señoras de sus casas con cintas, lazos, colonias, pero a la vez muy capaces de levantar temporales con el menor parpadeo. Delicadamente dotadas allí donde hacía falta, listas para la reproducción, al mismo tiempo que expertas en el amor, estimuladas por un trópico que excita y desafuera sin remedio a todos los individuos que lo sufren. Sí, mujeres había conocido a muchas, por su posición era muy fácil tener a cualquiera de esas mulatas orgullosas que se mueven igual que los leopardos por la sabana; amado, a ninguna, porque eso ellas lo suelen hacer muy bien solitas.
Observándola respirar a su lado, con su pelo liso desparramado por la almohada abundante aún a pesar de los años, pronunciando palabras en el sueño, entreabriendo sus labios naturalmente carnosos —unos órganos de seducción indispensables, por los que ahora las mujeres en el extranjero pagan un dineral y que en Cuba salen gratis—, era difícil de creer que le hubiese dado tantos hijos. Jamás se cansó de amar físicamente a esa estructura perfecta que, por cierto, nunca le molestó con obligaciones paternales adaptándose a su camino con firmeza, pero sin escándalos ni agitaciones que pusieran en peligro su equilibrio emocional; todo lo contrario a la mujer de su hermano, agitándose siempre fuera de la casa, inculcando ideas nefastas a su progenitura.
Dalia era hermosa y, aún dormida, llevaba el fuego bajo la piel. Aquel rostro terminaba con un par de cejas gruesas que, delicadamente arqueadas, venían a confirmar su carácter dominante y enérgico con cualquiera que no fuese él mismo. Respiraba sin sobresaltos, tranquila, pero dispuesta a abrir los ojos al menor de sus movimientos. «Cualquier día de estos me lo canonizan y todo pero, ¡qué cabronazo era ese Reagan !».
Se movió sobresaltado en la cama rememorando por un instante sus enraizados odios de antaño. Nunca fue de mucho dormir pero, de verdad se le fue el sueño cuando el antiguo presidente norteamericano bombardeó con nocturnidad y alevosía al Khadafi. «Durante el bombardeo le mataron a una hija, adoptiva creo, pero igual, da lo mismo, también lo hubieran matado a él de haberlo pillado fuera de base». Pensó en los años transcurridos y en lo que el mundo había cambiado desde entonces. ¿Tanto sacrificio habría servido para algo? De aquellos desvelos nocturnos, a ella también se le quedó el sueño ligero y la entereza de hierro. Aunque sabía que los tiempos eran otros, se sentía vagamente inquieto, más ahora que las fotos de su casa con lujo de detalles habían salido en la Internet.
— ¿Qué te pasa? —Preguntó abriendo los ojos.
No sabía cómo lo hacía, pero siempre lo sorprendía la rapidez con la que se despertaba y se ponía a funcionar.
—Nada mujer, sigue durmiendo —respondió, sabiendo que su ruego resultaría inútil —. Quiero terminar de leer los cables que llegaron anoche y enviar a los compañeros de Granma mi último artículo.
Ella no le contradijo llamándolo al reposo, igual que solían hacer todos a su alrededor, empeñados en verlo muerto. Claro que no se atrevían a enfrentársele directamente porque todavía le quedaban recursos y gente leal para hacer saltar algunas de esas cabezas locas. «No se preocupe por eso comandante, despreocúpese por lo otro», «concéntrese en recuperar la salud, en sus escritos que el universo entero lee y aprecia», «descanse, que ya ha hecho bastante por este país y por el mundo», solían decirle aquellas auras tiñosas de mal agüero. Todos eran unos hipócritas, empezando por la familia; pero él no iba a morirse hoy, ni tampoco mañana, todavía quedaba caballo para rato; igual que el Papa, se aferraría a su báculo para mantenerse erguido contra vientos y mareas luchando hasta el final.
Dalia Soto del Valle sólo se levantó diciendo:
—Espero que me hayan traído el café Pilón, que ayer ya no nos quedaba.
«¡Tantos años de revolución para esto!», pensó Castro con amargura. Pero no mostró inconformidad, tenían un pacto secreto, un contrato implícito, por eso nunca pelearon de verdad. Ella no se metía en política y él no se incrustaba en lo doméstico. A su mujer nunca le gustó el café nacional, mezclado con chícharos, ni siquiera el que fabricaban especialmente para él en Banes o Caimito de Guayabal, y mucho menos el que producía su difunto hermano en su finca del Wajay porque ella decía que estaba envenenado por la envidia. Dalia quería Pilón y nada más que Pilón y, para salirse con la suya, valía cualquier excusa.
— Desprecio las marcas, eso son cosas del pasado, lo sabes muy bien.
Al segundo de haberlo dicho se arrepintió, porque ella le dirigió una mirada rápida, comprensiva y maternal al mismo tiempo, mientras se ajustaba la bata de casa y se ponía las chancletas.
— Tienes toda la razón, pero ése es el que a mí me gusta y el que nosotros to

  • Univers Univers
  • Ebooks Ebooks
  • Livres audio Livres audio
  • Presse Presse
  • Podcasts Podcasts
  • BD BD
  • Documents Documents