La vida robada
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La vida robada , livre ebook

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Description

La muerte del padre, la enfermedad que la aquejaba de pequeña y la pobreza que la rodea le sirven a Lily para templar su carácter desde niña. A muy corta edad se ve obligada a convertirse en sirvienta, lo que aviva en ella el deseo de cambiar de vida. Esa oportunidad le llega cuando su madre decide abandonar el pueblo y trasladarse a la capital. A partir de ese momento un mundo nuevo se abre ante ella. Ambientada en la Cuba de 1940, La vida robada combina una bella historia de amor con los avatares de la protagonista para alcanzar sus sueños.ÇNo existen barreras para alcanzar un sueñoÈ.

Sujets

Informations

Publié par
Date de parution 23 mars 2023
Nombre de lectures 0
EAN13 9798721293399
Langue Español

Informations légales : prix de location à la page 0,0400€. Cette information est donnée uniquement à titre indicatif conformément à la législation en vigueur.

Extrait

LA VIDA
ROBADA
 
BERENICE MORALES
 
 
 
 
 
A mi hija, que entre risas,
mariposas y aflicción ha labrado su vida.
La vida robada: Copyright © 2020 por Berenice Morales Biblioteca del Congreso USA
Registro #: TXu2-109-576
 
Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio electrónico o mecánico, sin autorización por escrito del autor. Excepto para citas breves para críticas.
 
Autora:
Berenice Morales
 
Ilustración de portada:
Susana Cruz
 
Corrección del texto:
José Carlos Arias Quevedo
 
Diseño de cubierta y maquetación: Raúl Hernández
 
Segunda edición, enero de 2021 Miami, FL. USA
Yo pronuncio tu nombre en las noches oscuras, cuando vienen los astros a beber de la luna
 
 
 
 
Yo pronuncio tu nombre en las noches oscuras, cuando vienen los astros a beber de la luna y duermen los ramajes de las frondas ocultas …
Federico García Lorca
AGRADECIMIENTOS
A José Emilio Fernández Cepero, poeta de voz incansable, por tantas noches de lectura. Que la melodía de tus palabras nunca se agote.
Llegue también mi reconocimiento a Maily Santana y Yaima Rodríguez por deshojar, sin premura, las páginas que iba creando.
Contenido
AGRADECIMIENTOS
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
EPÍLOGO
SOBRE LA AUTORA
Capítulo 1
Vedado, La Habana, diciembre de 1958
El hombre al que amaba yacía en una camilla de la morgue. Le había dado un último beso sobre unos labios morados y fríos que no reconocí. Allí no estaba el ardor de su boca, ni pude ver mi imagen reflejada en sus ojos como tantas otras veces. Alberto estaba muerto, y una parte de mí se había marchado con él. Con su partida desapareció la frescura de mis días y el calor de mis noches.
Los días que siguieron a su muerte fueron interminables. Yo no habitaba en mí. Me había quedado sin fuerzas y no era capaz de conciliar el sueño. Horas y horas se sucedían mientras veía pasar a toda velocidad las imágenes de los últimos acontecimientos. Aún no era consciente de su ausencia, me era imposible aceptar la realidad. La luz de la ciudad se había apagado.
Alberto me escogió para ser su compañera de viaje y yo lo acepté con la convicción de que unirme a él sería el paso más certero y decisivo que daría en toda mi vida. Estaba dispuesta a formar una familia, a depositar en él toda mi confianza y a llenarlo de amor.
La pasión que sentía por mi marido no tenía límites... ¿Qué haría ahora? Él ya no estaba y yo había perdido el rumbo. ¡Qué ilusa había sido!, creía tener mi vida y la de mi familia aseguradas, pero había llegado la muerte para mostrarme que estaba equivocada.
Una duda me atormentaba: ¿Quizás si me hubiera atrevido a estar junto a él en sus proyectos habría podido evitar su muerte? Pero tenía miedo, sí, un miedo real que me calaba los huesos y me paralizaba.
Mi madre insistía en que comiera, preocupada por lo desmejorada que estaba, pero no podía tragar bocado. Estaba destruida por dentro y por fuera. No había nada que ella pudiera hacer, pues yo estaba de duelo: necesitaba llorarlo hasta que mis ojos se secaran y, sobre todo, necesitaba tiempo, mucho tiempo.
Capítulo 2
Todos pensaron que la enfermedad y sus secuelas marcarían el rumbo de mi vida, ¡la fiebre tifoidea! Muchos no la sobrevivían y los que lo hacían quedaban con algún defecto físico o con alguna dolencia de por vida. Pero ese no fue mi caso, ni ese mal pudo aplacar la fuerza de espíritu con la que nací. Así que emergí de él y me convertí en la mujer que deseaba ser.
De estatura mediana, fuertes y estilizadas piernas, y cintura esbelta, nadie podía imaginar que había sobrevivido a algo tan terrible. Mi sello personal era mi cabellera y la fuerza profunda de mis ojos oscuros. ¿Mi motor? Las ansias de cambiar mi mundo.
Extraños y duros caminos tuve que recorrer, desde luego... pero si me preguntaran hoy si lo volvería a hacer mi respuesta sería ¡sí! No me bastaba con sobrevivir: deseaba ser reconocida.
Mi infancia, como la recuerdo ahora, fue muy feliz: con lo que tenía bastaba. Nunca estuve exenta de amor, que a fin de cuentas es lo importante. Teníamos las cosas necesarias a las que podíamos aspirar de acuerdo con el lugar en que vivíamos y la clase social a la que pertenecíamos.
Mis padres, por alguna razón genética desconocida por mí, se inclinaron a la procreación de hijas: de doce hermanos, solo tres eran varones, dos de ellos entre los mayores y, por ende, los encargados de traer el pan a la mesa junto con mis padres. Mi madre cosía, remendaba y hacía la ropa de los trabajadores del central azucarero, o cualquier otro encargo que apareciera para ganar algunos centavos. Mi padre era lo que llaman Representante de Farmacia: un empleo en el que se dejaba las suelas de los zapatos viajando de pueblo en pueblo pese a que los dividendos no fueran muchos.
A algunas de mis hermanas mayores se las había llevado la tuberculosis, un mal que no tenía cura en ese tiempo y que azotaba sobre todo a la población de pocos recursos económicos. De la última que murió tengo un recuerdo muy vívido. Marcela era su nombre. Estaba tan delgada que se le veían las costillas, todo el tiempo tosía y su cama olía a mentoles y remedios de hierba seca. Tenía los ojos más tristes que jamás vi. Cuando se la llevaron solo le permitieron decirnos adiós desde la puerta. Dijeron que ingresaría al sanatorio y de allí saldría curada, que pronto estaría con nosotros, pero solo regresó para que sus restos fueran velados en la casa y más tarde ser sepultada en el cementerio del pueblo.
El velatorio de Marcela fue triste. Los pobres teníamos pocas opciones. Un ataúd de madera de pino, vulgar y corriente, sin barniz, fue su última morada. Creo que todos se esforzaron para que abandonara este mundo de forma decente. Mi madre cosió para ella un vestido azul cielo y le adornaron sus largos y rubios cabellos con una cinta a tono. Marcela, en los pies solo llevaba medias, pues las viejas del pueblo repetían sin cesar que los difuntos no debían llevar zapatos: «No descansan los muertos si los calzan, pues continúan camina que te camina».
Fue devastador verla entre los cirios, y aún lo fue más cuando taparon su caja con aquel trozo de madera rudo que tan poco tenía que ver con lo delicada que era.
Ella fue la cuarta que se llevó la enfermedad. Las que quedaban se encargaban de la cocina, la limpieza, el lavado y también de los niños más pequeños para que mamá pudiera coser. Cuando Marcela murió ya mi padre había partido. Fue un dolor que tuvo que enfrentar mi madre sola.
Manuela, Antoñín y yo éramos los últimos de la prole.
Contaban en la familia que Antoñín, el más pequeño, llegó sin ser esperado en una época en que mis padres tenían derecho a muy poca intimidad.
Nuestra casa era pequeña y estrecha, y por las delgadas paredes de madera de palma se filtraba hasta el más mínimo ruido. Los mayores ya tenían edad suficiente para saber qué sucedía entre adultos, así que eso limitaba a mis padres. Yo en particular jamás escuché nada que me revelara que tenían algún tipo de juego sexual. Lo más cercana que estuve de eso era el casto beso que mi padre le daba a mi madre en la punta de los labios cuando regresaba del trabajo.
A pesar de que mi madre había entrado en esa etapa propia de los cambios para una mujer, su embarazo transcurrió sin complicaciones. Sin embargo, Antoñín tenía prisas por llegar y se adelantó dos meses. Fue un bebé hermoso y querido por todos. A criterio de mi madre, desde pequeño mostró una gran fuerza de carácter, la misma que sería su carta de triunfo en la vida.
En el tiempo en que comienza esta historia, yo volvía a ponerme en pie y aprendía a caminar. Con tan solo cuatro años padecí unas fiebres que el médico del pueblo no pudo curar: días y días vomitando y delirando, noches en las que mi padre no se apartó de mi cama. El dolor y la frustración que sentía los veía reflejados en sus ojos azul cielo. Su expresión estaba ahora cambiada: un rictus amargo le deformaba el rostro. ¡Ya eran muchos hijos a los que había tenido que sepultar!
—¿Hay algo que se pueda hacer, doctor? ¿Alguna medicina que se pueda comprar en la capital?
—No —había respondido el Dr. Cifuentes—, esta es la fiebre tifoidea. Solo fomentos fríos, reposo, mucho líquido y sulfa, pero esa ya la he traído yo... Y le recomiendo que rece, señor Antonio, porque de este mal se salvan muy pocos.
Después del primer mes de mi enfermedad ya no caminaba, estaba tan débil que casi no hablaba y perdí toda mi cabellera: mi larga trenza de cabello oscuro ya no estaba. Tuvieron que raparme la cabeza para emparejar los huecos que la vertiginosa caída del cabello había dejado. Por el color de esa trenza me había ganado el apodo con el que siempre me llamó papá: la negra.
Con solo cinco años quedé huérfana de padre. Corría el verano de mil novecientos treinta y nueve. A partir de ahí, mi madre hizo milagros para educarnos y darnos de comer.
La muerte de mi padre dejó desolada a mi madre y puso a la familia en una situación de pobreza que no conocíamos. Por supuesto, yo no me percataba pues cuando eres niño muchas cosas no captan tu interés o se escapan a tu entendimiento.
Mi madre me contaba que tras la muerte de papá quedé sumida en un profundo dolor. Su ausencia me provocó una gran depresión. Me negaba a comer y me volví arisca y taciturna. Más allá de

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