Lo que el río calla
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Description



En lenguaje profundo de la historia de Cada familia y el misterio de QUIÉNES Realmente somos.
Lo que El Río llama la inesperada conmovedora historia de una periodista que Norteamericana descubre en ascendencia sefardí España Conocida judía, mantenida en secreto por Su Familia Católica Tiempo desde inmemoriales.




De Mientras Indaga a Busca de las Pruebas de Como Su Familia FUE Obligada a Inquisición Tiene Convertirse a Cristianismo Hace 600 años, Doreen Carvajal TRASLADA al blanco pueblo blanco el párrafo España descifrar Los Secretos Mensajes de los Judíos ocultos Grito Pasado.




Finalmente, Doreen completa esa historia de la familia fluye como un río a través del tiempo.
Además de la verde puede estar sumergida, nunca esta verdadera perdida.





https://nagrelaeditores.es/publicaciones/lo-que-el-rio-calla/


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Publié par
Nombre de lectures 20
EAN13 9788494855146
Langue Español

Informations légales : prix de location à la page 0,0060€. Cette information est donnée uniquement à titre indicatif conformément à la législation en vigueur.

Extrait

Título original: The Forgetting River. Originally published by Riverhead Books, a Division of Penguin Group USA.
© 2014, Doreen Carvajal. © Nagrela Editores, S.L., 2014 Francisco Gervás, 8 28108 Alcobendas (Madrid) Tel.: 91 662 63 02
Traducción: Mª Ángeles Mosquera Vázquez / BCB Soluciones Lingüísticas Globales, S.L. Imagen portada: Susan Guenun, a partir de una fotografía original de Ignacio Heras Fotografía Doreen Carvajal: Claire Zeggane Diseño y Maquetación: Ignacio Olondo Maquetación edición digital: Eliber Ediciones
ISBN: 978-84-942720-0-4 Depósito Legal: M-8489-2014
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación y otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).
Semuel ibn Nagrella (en hebreo Sh’muel ha-Levi ben Yosef han-Nagid; Mérida, Badajoz, 993 - 1055) fue un poeta y filósofo sefardí que llegó a ser Visir de Granada y general de sus ejércitos. Llamado por sus contemporáneos Ha-Naguid, el Príncipe, protegió incansablemente la ciencia judía y las escuelas talmúdicas y emprendió una ambiciosa tarea erudita y literaria, especialmente interesada por el talmudismo y la gramática.
LO QUE EL RÍO CALLA
Un cuento moderno de supervivencia e identidad,
y de la Inquisición.
No vayas, no, no vayas al Leteo
John Keats,Oda a la melancholia
Para Mamita, mis padres
y la generación que supo perseverar
UNO
Voces ancestrales
Arcos de la Frontera, España, 2008
Levantarse. Orar. Ocultarse. Huir. Celebrar. Las ca mpanas de Santa María resonaban con autoridad en todo el pueblo de Arcos de la Frontera, un toque señalaba el cuarto, dos, la media y, poco después, un repiqu e indicaba la hora en punto.
El coro de bronce fundido compuesto por trece campa nas dictaminaba las órdenes en tonos plateados, notashumy el repiqueteo de un badajo que solamente sonaba en Viernes Santo. Doblaban por los prisioneros fugados y la agonía de los moribundos. Celebraban el día de Todos los Santos y las bodas, oraban por las mujeres embarazadas de parto y lamentaban, con delicados re piques, los diminutos féretros de los niños.
Sus notas habían pervivido durante más de seis sigl os a través del irregular laberinto de un pueblo blanco que se había apoderad o de una peña de arenisca de más de 90 metros. Antiguamente fue una localidad qu e se situaba en la frontera, la profunda frontera del sur de España que una vez sep aró los reinos enfrentados de musulmanes y cristianos.
Las campanas de la iglesia se convirtieron en el la tido de todos los que vivían a lo largo de las empinadas callejuelas de Arcos con un trono en la cima que confería al pueblo un aire soberbio de poder y grandeza.
En la actualidad Arcos tenía problemas para hacer f rente al pago de las facturas de la luz destinadas a iluminar sus fiestas. Sin embar go, se vanagloriaba de una pintura de Goya que se encontraba en el ayuntamiento del si glo XVII, y seguía reclamando el título real que le otorgó Felipe V en 1706: «La nob le, muy leal, fiel y monumental villa de Arcos de la Frontera». Durante la época medieval fue una villa lo suficientemente rica como para permitirse la construcción de siete iglesias, dos de ellas basílicas que competían ferozmente entre sí. Santa María y San Pe dro se disputaban a sus feligreses con las voces de más de doce campanas. S us notas me acompañaron mientras caminaba hacia el campanario neoclásico de Santa María que se cernía sobre los acantilados amarillentos y el verdoso río Guadalete.
Conseguí escapar de la plaza soleada situada en la cresta de la peña a través de tres sinuosas callejuelas. Por debajo de un arco bl anco, un estrecho pasaje de empedrado gris me alejó del precipicio. No pude, en cambio, deshacerme de la terrible sensación de que algo estaba ocurriendo a mi alrede dor. Algo que se escapaba a mi entendimiento. Algo de lo que no podía huir. Una co sa estaba clara, la verdadera liberación en Arcos de la Frontera venía de uno de los dos sitios: la iglesia o el río.
La tarea más sombría de las campanas consistía en t añer las melancólicas procesiones de los destierros no deseados del puebl o a través del casco antiguo, el centro histórico del pueblo.
Durante el siglo XVII, cuando los judíos que practi caban en secreto su religión fueron descubiertos y desterrados de los pronunciad os acantilados del pueblo, las notas los envolvieron melancólicamente mientras des filaban a lo largo de un pasaje de adoquines sin salida, conocido como el Callejón de la Inquisición. Desde una encalada cárcel de la Inquisición con una sola ventana enrej ada se les dirigió en dirección al norte, hacia el Cerro de la Horca. El lugar de la l ocalidad donde se producían los ahorcamientos se reservó para los peores castigos t anto de bandidos como de asesinos, cuyos cadáveres eran descuartizados y dis persos, la justicia medieval llevaba el castigo más allá de la horca. Posteriorm ente el nombre de la calle cambió, y desapareció como la mayoría de los recuerdos de la «Santa Inquisición contra la herejía depravada» de la Iglesia Católica. La cruza da, junto con el edicto real español de la expulsión de los judíos en 1492, no se revocó oficialmente hasta casi quinientos años después.
¿Qué secretos podrían revelar las campanas sobre aq uellos tiempos? Encontré fascinantes las notas. En ocasiones se burlaban de mí, empujándome a continuar con mi presente locura: perseguir a los fantasmas de la familia.
Me había asentado aquí entre las casas encaladas de Arcos para buscar algunos vestigios espirituales rotos de mí misma y mis ante pasados. Éramos católicos, pero sospechaba que en realidad éramos judíos sefardíes cuya identidad había sido robada, y se había ocultado y perdido durante siglo s como una llave desaparecida. O, al menos, las pistas me habían empujado en esa dire cción a pesar de mis dudas. La duda era mi religión.
Esta búsqueda fue la razón por la que durante años había viajado miles de kilómetros desde París a San Francisco y al río Gua dalete, la cinta de jade junto al escarpado peñasco de Arcos de la Frontera. El nombr e deGuadaletede las proviene aguas del inframundo griego de Hades, donde los fan tasmas de los muertos bebían del río Lete con el fin de borrar los recuerdos terrenales antes de reencarnarse.
Había venido aquí para dragar las memorias del río del olvido, buscando información en una misión totalmente quijotesca. Qu ería sentir la vivacidad de las antiguas almas. Por eso había pasado meses estudian do minuciosamente las páginas con la antigua y elegante escritura española de los documentos carcomidos de la Inquisición y las historias encuadernadas en cuero sobre Arcos que únicamente podían encontrarse en bibliotecas particulares. Por eso cogí y me trasladé en pleno verano bajo un calor abrasador a una de las casas b lancas en precario equilibrio sobre la cresta, o Peña Vieja, sobre el lateral más maltrecho y erosionado.
Por extraño que parezca, fue la razón por la que in tenté entablar una conversación con las campanas.
Toda búsqueda tiene un origen romántico. La mía com enzó con la llamada de las campanas de Santa María que regularon la vida de es te pueblo. La más antigua, que había repicado cada hora desde 1437, fue forjada po r un campanero judío quien, hace siglos, dejó un misterioso mensaje.
Sin embargo dicho mensaje había sido ignorado etern amente. A lo largo del laberinto de Arcos, generaciones de familias habían sido adiestradas por las lacónicas órdenes de las campanas de bronce, cobre y estaño, y pocas conocían algún dato sobre el forjador de las campanas como, por ejemplo , el nombre del artesano. Otros lamentaban que las propias campanas hubieran perdid o su antigua influencia, las complejas voces de las campanadas, las notas de los golpes que identifican las campanas, las notashumgraves que perduran y provocan escalofríos.
—Con el tiempo, el sonido de la campana se ha vuelt o más básico —comentó Antonio Murciano, uno de los muchos hombres del Ren acimiento del pueblo con un ecléctico currículum: poeta anciano, abogado retira do, presentador habitual de los conciertos del pueblo y experto en algo tan español como la flamencología. Las campanas habían sido sus vecinas durante toda su vi da, habían marcado su juventud y definido su poesía. Busqué en su enorme bibliotec a, surtida de docenas de títulos por el señor Murciano y su hermano. Desde la década de los 50, había alimentado una industria artesanal de poetas amigos que dieron al pueblo el sobrenombre de Arcos de los Poetas. Un torrente de palabras llenó libros y bibliotecas locales, incluyendo las obras del alcalde del pueblo desde hacía mucho tiem po.
«¿Cuántos veranos, cuántos inviernos hemos escuchad o tocar las campanas por los campanilleros?», leí en voz alta uno de sus poe mas. «Bajo el campanar, mis recuerdos son las campanas de la gloria y del alma, del nacimiento y del agua».
Su crítica sobre que el arte actual de repiquetear las campanas se había vuelto más franco me pareció bastante severa. Desde que co mencé a visitar el pueblo en el 2003, Santa María había protegido sus tradiciones c on firmeza, resistiéndose al uso de las campanas automáticas que se había esparcido por toda España, además de a su permanente rival, San Pedro.
Los primeros signos de esta testarudez se reflejó e n las sábanas húmedas que, desde el balcón del campanario de Santa María, onde aban bajo las olas de calor del viento solano. La colada pertenecía a los campanero s que residían en Santa María, dos experimentados campaneros que fueron los último s en residir en un campanario en Andalucía. Su vivienda se encontraba bajo un eno rme y pesado reloj del siglo XVIII. Tocaban las campanas todos los días, además de una representación especial durante la festividad del 5 de agosto en homenaje a la patrona del pueblo, La Señora de las Nieves, cuya imagen del siglo XV había sido coronada en oro en la catedral. De acuerdo con la leyenda local, la imagen había apare cido en un arroyo de montaña procedente del deshielo, después de que la escondie ran durante la dominación árabe de Arcos, hasta que el pueblo fue reconquistado en 1264 por los cristianos.
Gracias a los amigos que residían cerca del campana rio, al alcance del sonido producido por los campaneros, aprendí que estos se jactaban de los ilustres linajes. Hay un antiguo dicho español que dice: “El campaner o nace, no se hace”. Y así fue con Manuel y Dolores, un matrimonio que llevaba las campanadas en la sangre mientras gruesas cuerdas con nudos colgaban de su s egundo piso en la catedral de Santa María.
Dolores es una mujer morena de construcción sólida y pelo corto, a quien le favorecían los vestidos con estampados vivos. Dio a luz a sus tres hijos en el campanario de Santa María, y resopló con dificultad cuando subió al rellano de su
vivienda en la torre. En ese rellano es donde nos e ncontramos por primera vez, en lo alto del campanario después de que tocara al timbre en la planta baja y le preguntara a su marido, desconcertada y con educación, si podía visitar el campanario. Manuel me invitó a subir al descansillo donde esperé por su m ujer.
Mi primera impresión de Dolores fue el golpe seco y lento de sus pisadas. Desde la ventana abierta que daba al rellano, pude oír las c harlas de los españoles y el incesante golpeteo de un martillo. Entonces surgió de detrás de una escalera de piedra, con su rostro fatigado y sus ojos marrón os curo sombreados por profundas oquedades. Se sobresaltó al verme, pero se repuso t ras considerarme una turista. Una turista rara de peregrinaje en su antiguo campanari o.
Mi español tenía un acento nasal americano. Titubee buscando una razón plausible para invadir su coto privado. Vine hasta aquí, a An dalucía, por mi propio derecho personal al retorno, para recuperar lo que podía ha ber sido mi propia patria, con el fin de rescatar los orígenes y una identidad que mi fam ilia había olvidado. Estaba intentado recuperar el territorio desde dónde mi fa milia, mis antepasados, hacía siglos, habían huido hasta el puerto de Cádiz para esparcir se posteriormente en todas direcciones: Cuba, Costa Rica, Colombia y, por último, California.
A lo largo del camino, la historia de mi familia ha bía sido descartada y reescrita, los parientes enterrados con el recuerdo sobre su lugar de origen, la información sobre por qué nos fuimos o quien nos dejó de lado. Perseguía una historia que debía sentirse tal y como se contó. Más que turista era residente temp oral.
Las notas de bronce de las campanas de Santa María sonaron profundamente familiares. Solamente fui capaz de reunir unas poca s frases entrecortadas para explicarle a Dolores cual era mi misión.
—Señora, es posible que todo esto suene un poco ext raño pero siento que las campanas me hablan. ¿Qué están diciendo?
Dolores asintió con la cabeza sin cuestionarme, obs ervándome con una expresión socarrona.
—Perdona —tartamudeé—, quería decir algo diferente a marcar las horas en punto.
Sabía que las campanas eran algo más que una señal del paso del tiempo. También eran una voz de consejo y advertencia, de a nhelo y desesperación. Las notas avanzaron hacia los campos que rodeaban la ci udad y dominaron todo el ruido endeble de los humanos.
Dolores se dejó caer rígidamente sobre una silla de madera con respaldo alto y dijo, mientras suspiraba, que tocar las campanas era una responsabilidad muy grande. Por su expresión, deduje que pensaba claramente que era una extranjera algo extraña.
La catedral apenas había hecho algún esfuerzo para alardear de su dinastía de campaneros taciturnos. No se los mencionaba en ning una guía ofrecida por la oficina local de turismo situada junto a Santa María. La úl tima grabación de un concierto de campanas desde la iglesia, fechada en 1982, se conv irtió en un artículo de coleccionista y, sobre el descansillo del interior de la iglesia, había una vitrina
polvorienta con fotografías descoloridas de las cam panas de Santa María envueltas en papel amarillo, ignoradas y olvidadas.
Dolores y Manuel preferían dejar hablar a las campa nas. Interrumpían las conversaciones. Marcaban la siesta, invitaban a los niños a ir a la cama para rezar. Durante las generaciones previas, los campaneros tr ansmitieron de manera asombrosa complicados mensajes para destacar una de función: la edad, el sexo y la clase social. El toque de advertencia —toque de alz ar y ocultar— se componía de una serie de toques sonoros, pausas intimidatorias y de spués un repique de frenéticas notas de plata, una orden directa. Alzar. Ocultar.
La campana más antigua de Arcos de La Frontera se d enomina La de las Horas. Fue una antigua campana de enormes dimensiones y pa redes finas que producía la octava más baja con unhum persistente. Desde 1437 había marcado el paso del tiempo y era conocida por el cariñoso apodo deLa Nona, la abuela.
Traté de preguntar a Manuel sobre el forjador de la campana La Nona pero, en lugar de responder, se alejó para tirar de las cuer das de las campanas con el fin de señalar el mediodía, combinando la rica voz de la c ampana del siglo XVI, La de los Cuartos, con los tonos más altos de La de las Horas .
La mayor parte del tiempo, cuando Dolores y Manuel hablaban, escogían sus palabras con cautela, con cuidado de escalar la esc arpada torre donde una simple cruz de madera conmemoraba a los dos hombres que fu eron colgados desde la torre por los invasores franceses durante el siglo XIX. D olores fue particularmente misteriosa cuando le pregunté sobre una combinación de campanas de la Inquisición, un toque especial para la procesión de prisioneros. Miró a Manuel en busca de una distracción.
—Menos golpes —espetó ella, mientras le ordenaba qu e disminuyera la fuerza del tirón de la cuerda. Desde el balcón de la iglesia, el sol del amanecer resplandecía sobre el valle y el río Guadalete. El viento solano , que soplaba desde el sudeste, desde el desierto de África, se arremolinaba por la plaza del Cabildo, el lugar histórico donde se celebraban los juicios de la Inquisición. Analicé su impasible expresión, esperando una respuesta.
—No hablamos de esas cosas.
Asentí con la cabeza. Mi español era demasiado limi tado para presionar nuevamente en busca de una respuesta con un toque l igeramente diferente en mis preguntas, mi herramienta de reserva como periodist a. En realidad ya sabía mucho debido a mi investigación. Cada campana tenía su pr opio tono característico, especialmente La Nona, que siempre había intrigado a los historiadores locales. A diferencia de otras campanas, no tenía un nombre re ligioso de santo. En cambio tenía inscrito un mensaje en latín con letras góticas en el lado más grueso de la copa de la campana, con algunas palabras mal escritas:
D. ANTÓN LÓPEZ ME FIZO
MENRTEN SANCTAM SPONTANEAM
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